LIC. ALFREDO CASTAÑEDA FLORES
En sociedades más sencillas que la nuestra, los símbolos de poder son instantáneamente reconocibles, tanto si consisten en un collar de cuentas de cristal o en una corona y un cetro- por lo general es fácil detectar los símbolos de poder cuando sólo existe una estructura de poder visible. Semejantes jerarquías relativamente simples se dan incluso en nuestras sociedades más grandes y más complejas; en el ejército, por ejemplo, el poder relativo de cada uno está claramente señalado y cualquier soldado y oficial nota instantáneamente el rango de un desconocido.
En los servicios armados, la carrera está sintetizada en los hombros, las mangas y el pecho, a la vista de todo el mundo. Lo mismo se aplica a los oficiales de justicia, a los empleados de correo uniformados, a los bomberos y a las pandillas adolescentes. Ésta es una forma sencilla de señalar las diferencias de poder, semejante a las plumas de águila de la vincha de un jefe indio, las espuelas de oro de un caballero medieval, los zapatos marrones que solían distinguir a los aviadores navales de los oficiales de línea en verano, y a un millar más de peculiaridades y tradiciones en el vestir.
En nuestro mundo cotidiano los signos del poder son, necesariamente, más ambiguos y gran parte de la ansiedad evidente de la vida moderna deriva de la lucha constante por conjeturar la posición relativa de poder de los demás. Ya que no podemos llevar galones en las mangas ni estrellas en los hombros, nos vemos obligados a intentar diferencias más sutiles y a abrigar la esperanza de que serán reconocidas en todo su valor.
El problema consiste en que los símbolos de poder de una persona pueden resultar poco significativos para otra: todo se transforma en una adivinanza y, como resultado, hasta las menudencias pueden volverse importantes para alguien. Conozco a un ejecutivo que abriga un prejuicio firme e irrazonable contra los puños de camisa franceses; otro desprecia a quienes usan camisa con el cuello desabrochado y un tercero cree que no se puede confiar en ningún hombre que lleve cinturón en lugar de tirantes.
La mayor parte de este tipo de prejuicios es totalmente irracional, aunque en el fondo probablemente es tan sensato ascender a alguien porque comparte nuestro gusto en cuanto a las camisas (o lo imita) como por cualquier otra razón. Lo esencial, no obstante, es que estos prejuicios no formen un sistema que pueda descifrarse con facilidad: quien persigue el poder debe adivinar cuales son las señales significativas y no equivocarse. Puesto que la mayor parte de las observaciones de la gente en este campo se basan en oscuros recuerdos ancestrales de lo que olían sus padres, o de lo que les enseñaron que debía llevarse en la escuela o en la universidad, o en la idea de que todo lo que no provenga de cierta marca es cursi y de calidad dudosa. Las señales del poder fuera de los servicios armados resultan a menudo desconcertantes y, en una época en que las mujeres comienzan a ocupar posiciones de poder se vuelven incomprensibles.
El hecho de que sean desconcertantes no significa que no existen. El amplísimo despacho de David Mahoney es un símbolo obvio de poder, pero también lo son su traje azul de corte imperial, sus zapatos Gucci, su bronceado invernal y el comando de una limusina. De hecho, el síndrome de la limusina es un barómetro muy corriente de poder. A cierto nivel una limusina es, naturalmente, una forma cómoda y deseable de moverse, una de las prerrogativas evidentes del éxito, pero a otro nivel resulta importante porque define tu categoría clara e instantáneamente, como me dijo en una oportunidad un ejecutivo.
Incluso entre los que poseen limusinas existen distinciones de poder. Las limusinas alquiladas proporcionan menos prestigio que las de propiedad privada. Rolls Royce más que Cadillac y nada iguala a la Mercedes 600 con los cromos pintados de negro y las ventanillas traseras ahumadas para volver invisible al ocupante. Los teléfonos en las limusinas se han convertido en un lugar tan común que han dejado de ser un símbolo significativo de poder, aunque es interesante notar que varias empresas fabricantes de radios ofrecen antenas falsas para limusinas, baratas, que no se conectan a nada. Al fin de cuentas, el juego de la limusina es semejante a cualquier otro.
Un hombre de negocios que conozco alquila una limusina siempre que la necesita, averigua el nombre de pila del conductor y le desliza diez dólares en el bolsillo. En el momento adecuado dice: Oye, Harry, me parece mejor que hoy tomemos X calle. Con ello implica que se trata de su coche y su chofer. Además se sienta delante, lo que le da aire de propietario y también una ilusión de familiaridad con el conductor. Con los símbolos de poder, lo que cuenta es la atención a los detalles. En una oportunidad presencié como un respetable hombre de negocios le daba una propina al barman de un gran hotel, a mediodía, con instrucciones de que cuando volviera por la tarde, aquél dijera: buenas noches señor X, ¿lo de siempre?
Si somos ajenos a los servicios armados, debemos crear nuestro propio sistema de señales de poder, usufructuando todo lo que tengamos a mano, buscando las formas de demostrar que somos, según las palabras de un productor de la Costa Oeste de los Estados Unidos de Norteamérica, personas muy importantes.