21 abril, 2025
ROTATIVO DIGITAL

Owen en Tacámbaro…

Visité por vez primera Tacámbaro, Michoacán, a principios de 1978. Por su tamaño, estaba a medio término entre pueblo y ciudad, aunque por su arquitectura y estilo de vida parecía más lo primero. También orográficamente Tacámbaro se ubica en zona de transición, con una cara hacia las montañas boscosas del Eje Neovolcánico que cruza transversalmente a Michoacán y la otra hacia las llanuras de la Tierra Caliente.

Si uno entra al pueblo por el norte, puede caminar por sus cuestas descendentes hasta la plaza central, adornada por una bonita fuente. Si uno sigue caminando al sur, empezará a sentir el soplo de esa región que honra su nombre con calores agobiantes y, al salir apenas del poblado, mirará abajo un amplio valle tropical que en aquel entonces se cubría de cañaverales. Cuenta la leyenda local que en la mitad norte de la fuente de la plaza el agua es fría y en la mitad sur es templada. A mí no me consta.

Pero esa vez visité Tacámbaro por motivos ajenos al turismo o a la observación geográfica. A la sazón yo viajaba con el título de “promotor social”, porque, además de ser estudiante de la UNAM, había encontrado empleo en Promoción del Desarrollo Popular (PDP), una asociación civil de inspiración cristiana, sin fines de lucro, que gestionaba subsidios internacionales y brindaba asesoría técnica a pequeños grupos populares para formar cooperativas o alguna otra variante mutualista.

La orientación ideológica de PDP en ese entonces se alimentaba de la Teología de la Liberación (esa singular amalgama del Evangelio y El Capital, de Cristo y Marx), que se puso en boga en el continente bajo el influjo de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (1968) y del espejismo de la Revolución Cubana. Esa asamblea de obispos celebrada en Medellín, Colombia, declaró que la iglesia tenía que guiar su labor pastoral a partir de la “opción preferencial por los pobres”. Siguiendo esa tesis, el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez y el teólogo brasileño Leonardo Boff, entre otros, formularon una interpretación cristiano-marxista según la cual la explotación capitalista constituía una “situación de pecado”, y para no vivir en pecado, los cristianos tenían el deber de combatir a ese sistema de opresión.

Algunos jerarcas católicos abrazaron esa interpretación del Evangelio, como el arzobispo brasileño de Recife, Hélder Cámara, el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo y, un poco más tarde, el arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero. La buena nueva cristiana se diseminó entre sacerdotes y monjas, y llegó a miles de fieles católicos. En muchos lugares se constituyeron comunidades eclesiales de base como espacio de reflexión y acción social, a veces también política. La revolución sandinista de 1979, si bien tuvo una dirigencia más bien marxista-guevarista, estaba impregnada desde la base de un fuerte componente cristiano.

Empecé a estudiar aquella historia doctrinal a partir de mi trabajo en PDP, por medio del cual conocí a varios sacerdotes militantes, laicos devotos, y ex sacerdotes y ex monjas que habían optado por quitarse los hábitos (algunos y algunas, literalmente y al unísono). No obstante mi ateísmo juvenil, aprecié en esas experiencias una vocación de servir al prójimo y de entrega a una causa social más auténtica que la observada en algunos de mis camaradas marxistas. Mi experiencia en el trabajo social de inspiración cristiana no me hizo creyente (había dejado de serlo a los 16 años), aunque sí más respetuoso de la diversidad ideológica y religiosa. Más bien emigré de un ateísmo rígido a una suerte de agnosticismo tolerante, dubitativo, que en los momentos de desesperación se permitiría hacer suya la célebre apuesta de Pascal.

Cuando llegué a Tacámbaro llevaba conmigo una breve pero variada experiencia en cooperativismo. Ya había visitado una cooperativa de consumo en Zihuatanejo, otra en Morelia, cooperativas de ahorro y crédito en Querétaro, un ejido colectivo en Pátzcuaro, una cooperativa de tejedores reboceros en La Piedad y otra de zapateros en León. La propia agencia PDP y sus directivos habían formado una cooperativa de vivienda en la ciudad de México. Además, yo estaba a cargo de la redacción del boletín Marcha Cooperativa, que se distribuía por correo entre grupos afines. Desde tiempo atrás el cooperativismo era una encarnación natural de la doctrina social de la Iglesia (surgida en 1891 según la Encíclica Rerum Novarum, emitida por León XIII) para coexistir resignadamente con el capitalismo. Por muchos años, el móvil de las cooperativas cristianas fue simplemente la ayuda mutua entre los débiles, sin ninguna pretensión subversiva; inclusive, algunas se formaron como vacuna contra el contagio comunista. Sin embargo, los cristianos marxistas atribuían a las cooperativas un potencial revolucionario.

La ciudad-pueblo de Tacámbaro ya tenía fama bien ganada de tradición cooperativista. Mi misión era ofrecer a una cooperativa de consumo apoyo para facilitar su abastecimiento en La Merced, Distrito Federal. Mi jefe Luis López Llera, director de PDP (de quien aprendí mucho más de lo que en mi juventud supe reconocer), me informó que había allí dos personajes muy influyentes, verdaderos patriarcas del cooperativismo, a los que había que tratar con sumo cuidado porque eran celosos de su grey y no simpatizaban con la Teología de la Liberación ni nada semejante. Uno era el obispo auxiliar de Tacámbaro, Luis Morales; el otro era don Florencio Cruzaley, católico devoto como pocos, paladín moral del pueblo por encima de la política, a quien priistas y panistas por igual se afanaban en atraer como símbolo de su causa.

Mi primera incursión en Tacámbaro estuvo llena de sorpresas. En esa ocasión no pude entrevistarme con el obispo Morales ni con don Florencio, pero en cambio tuve la fortuna de conocer la cooperativa de consumo “Mi Casa” y conversar animadamente con su gerente, la incansable y simpática Carmelita Gaitán. Mi casa era entonces el establecimiento comercial más grande de Tacámbaro, un súper de autoservicio de anaqueles llenos y variados, y un ambiente festivo que sugería que la gente acudía allí no sólo a comprar.

Luego visité la casa de don Austreberto Gaitán, padre de Carmelita, quien, con voz pausada y ya un poco débil, me relató los orígenes y algunas vicisitudes de las cooperativas locales. Supe así que hubo en Tacámbaro, desde la década de 1930, un par de experimentos efímeros de cooperativismo: uno de transportistas, y otro de generación y consumo de electricidad. Fue en los años cincuenta cuando la semilla cooperativista germinó y creció hasta volverse rasgo de identidad de la sociedad tacambarense. Funcionó por un tiempo una pequeña cooperativa de consumo a la que, años después, sucedería la poderosa cooperativa Mi Casa. En 1954 se formó la sociedad cooperativa de productores aguacateros “Cupanda” (que en purépecha significa, precisamente, aguacate), destinada a comprar en común insumos y comercializar su producto. La Cupanda fue un éxito rotundo. Adquirió una flotilla de camiones de carga para vender directamente el aguacate en las ciudades de México, Monterrey, Torreón, entre otras; más tarde se convirtió en exportadora. Hoy tiene cientos de socios. El éxito de La Cupanda y el cobijo de la Iglesia estimularon la creación de otras cooperativas. Un grupo de albañiles formó una sociedad cooperativa de producción de mosaicos, losetas y otros materiales de construcción; surgió también la caja popular (ahorro y crédito) “11 de Abril”.

En 1957 se constituyó una cooperativa de objeto social sorprendente: una red de servicio telefónico local, por entero independiente del monopolio de Teléfonos de México. Como si hubiera viajado en el tiempo, en la casa de don Austreberto Gaitán miré con azoro un precioso aparato telefónico colgado en la pared, fabricado en madera, bronce y cobre, de cuya caja se desprendía un pequeño cable coronado con un cono metálico que fungía como auricular. Y así fui testigo de unas llamadas telefónicas inolvidables: “Lupita, por favor con don Agustín”.  Y Lupita hacía la conexión. Así, las familias pudientes de Tacámbaro se comunicaban entre sí mediante una red telefónica exclusiva, que habían creado y sostenían con su espíritu mutualista y sus aportaciones económicas.

La siguiente entrevista me deparó otra sorpresa. La pequeña red de sociedades cooperativas de Tacámbaro contaba con un organismo civil de educación doctrinal y asesoría administrativa llamado nada menos que “Centro Roberto Owen”. Yo había leído, en mi etapa de bachillerato y más tarde en la Historia del pensamiento socialista de G. D. H. Cole, algo de la historia de Robert Owen (1771-1858), empresario algodonero británico que, guiado por un impulso moral de solidaridad, promovió la formación de cooperativas y formuló una doctrina socialista inspirada en valores cristianos. Se le considera el padre del cooperativismo y uno de los pioneros del socialismo. Leer el nombre de Owen en el frontispicio de una casona vecina de la plaza principal de la muy católica ciudad de Tacámbaro, me sorprendió y a la vez me entusiasmó. “¿De modo que la doctrina que animaba a las cooperativas era socialista?”, me pregunté. La conversación con don Agustín Aguilar, administrador del Centro Roberto Owen, desvaneció mi ilusión. En una oficina de techos altos, en torno a una amplia mesa de juntas y rodeado de libreros de maderas finas, don Agustín me explicó pacientemente que todas las cooperativas de Tacámbaro habían sido auspiciadas por la diócesis, de consuno con don Florencio Cruzaley y don Austreberto Gaitán, entre otros prohombres piadosos de la ciudad. El contador Aguilar no ocultaba su devoción católica y su admiración por el señor Cruzaley. Comprendí que el nombre de Owen que ostentaba el Centro no se debía a una adhesión al socialismo. O quizás sí, pero a un socialismo que nada tenía que ver con el marxismo y menos aún con el llamado en ese entonces “socialismo real”, sino con aquellos socialismos originarios inspirados en valores de solidaridad, igualdad y dignidad, a los que Marx y Engels, desde su arrogancia científica, llamaban despectivamente utópicos.

La conversación con Agustín Aguilar viró luego hacia temas de política local, y entonces mi anfitrión me reveló que don Austreberto Gaitán era una de las figuras políticas más respetadas del panismo local, la única oposición organizada en ese tiempo. Relató que en 1971 Gaitán había sido candidato del PAN a la presidencia municipal y encabezó una campaña fuerte que anunciaba una victoria segura. Al final, oficialmente ganó el PRI (como era habitual en esa época); pero la oposición denunció fraude (como también era usual cuando se producían elecciones competidas) y, durante varias semanas, el apacible pueblo de Tacámbaro se vio sacudido por protestas masivas.

En la primavera de aquel 1978 volví a Tacámbaro, ya con una propuesta concreta de apoyo a la cooperativa de consumo, atendiendo la idea esbozada por su consejo de administración. El convenio de colaboración de PDP y Mi Casa se examinó y se aprobó con el aval vigilante del obispo Luis Morales y de Florencio Cruzaley. Con fondos donados por la fundación de los obispos alemanes Misereor se pagaría un gestor para comprar mercancías en La Merced, ciudad de México, y los camiones de la cooperativa Cupanda, que hasta entonces partían a La Merced llenos de aguacate y volvían vacíos, en adelante regresarían cargados de los pedidos de la cooperativa Mi Casa. Y La Cupanda nada le cobraría por ese servicio a la cooperativa hermana. El espíritu de Owen seguía vivo en Tacámbaro…

 

Maestro Jaime  Rivera Velázquez

(Actualmente es consejero del Instituto Nacional Electoral y el texto corresponde a un libro del autor en proceso de publicación, quien guarda agradables recuerdos juveniles de su estancia en Tacámbaro).