16 mayo, 2025
ROTATIVO DIGITAL

Llegué, ya estuve aquí y ya me voy…

(Libro por imprimir de Raúl Ortiz Fabela, escritor tacambarense, el cual es dado a conocer por Rotativodigital.com.mx en capítulos para el público)

Total yo me pasaba días de rico en Tacámbaro, mi odio hacia aquella señora se había agigantado enormemente más que nada porque sabía que desde que ella se metió a mi casa todo se derrumbó con sufrimientos para mi madre, ya Salvador mi amigo me había enseñado el manejo de la dinamita, eso sí, nunca la usé en los ríos para matar animalitos, pero sí tenía en planes de hacer explotar unos cerca del tanque de la gasolina del camión de la empresa, cuando en él viajaba mi madrastra algunos fines de semana, solo me detuve de hacerlo pensando en que morirían inocentes.

De Salvador “La Rata”, mi amigo, me dolió la noticia de su muerte cuando trabajaba en el cóbano tiempo después, cuando poblaba la dinamita.

 

Por último diré de Chipicuaro, que en un tiempo llegó un señor de estatura regular, de gran bigote, cara redonda, de color acanelado, usando botas hasta las rodillas, en fin una indumentaria a la Francisco Villa, a la cabeza un casco, en la diestra un inseparable fuete, que fue sobrestante de la compañía, un día, cerca de él túnel dos, golpeó a un peón, que estaba fumando recargado en una roca diciéndole: “esa no es la forma de desquitar el sueldo, indio pata rajada”, éste tomo la pala midiéndosela por lo menos en dos ocasiones por la espalda, encontrándome cercas, intervine a parar la situación, y dijo el muchacho de Cuámacuaro: “tu tranquilo, no pasa nada”, y ya no siguió golpeándolo, aquel señor por mi intervención me quedo muy agradecido, tanto, que me invitó a que me fuera a trabajar, con la ICA, pero él mismo reflexionó: “eres un niño aun, cuando seas hombre búscame y yo te colocaré”.

Cerca de donde estaba mi taller, instalaron un galerón que daba albergue a una familia, que según gritaban ellos eran de Santa Clara, me llamaba la atención la alaraca que armaban, que se recrudecía a la hora de tomar sus alimentos, pues casi entre chillidos y gritos salían los trastes volando por aquella abertura que la hacía de ventana, me decía, “híjole yo creí que con mis hermanos éramos los más revoltosos pero estos me ganaron”, era además la otra cara de la moneda de aquellos hermanitos que se llevaban tan maravillosamente.

Como todo principio tiene fin, esta etapa de mi vida en Chipicuaro llegaba al suyo, regresábamos a Tacámbaro y según supe, las relaciones entre mi madrastra y mi papá, también se acababan, pues mi padre explicaba que lo único que había sacado de ahí era un billete de mil pesos y eso escondido en la pretina de su pantalón, mi padre seguía mal, no así, su concubina que no solo crecía en propiedades de inmuebles, pues se sabía que poseía a la vez, dinero en el banco, yo veía a mi papá caizbajo, es decir triste, como que no quería estar en Tacámbaro más, por lo que no me sorprendió al decirme nos vamos a Cahulote Seco, a poner una herrería y una tienda, diciendo y haciendo se llevó a dos personas más, fabricamos un galerón, como a setecientos metros de la cuadrilla, inmediatamente nos llegaron abarrotes, alcohol, refrescos, galletas, chocolates e hicimos una chimenea para hacernos nuestras comidas, para esto no nos duró más de cinco días, cuando me dijo voy por la herramienta, no sé si venga mañana o pasado, ahí te dejo solo, y se vino al pueblo, donde duró como ocho días sin regresar a donde yo estaba, si mal dije galerón, porque no era más que un techo, y toda la mercancía al igual que yo estábamos protegidos sólo por eso, las primeras noches fueron de terror para mí, pues allá en lo despoblado oía o me a figuraba oír aullidos de coyote, pero me daba valor con un saloncito de un tiro, que según yo era para defenderme. Se me hacían largos e interminables los días, aunque había de sobra qué comer, pero no cruzaba palabra con nadie, y cuando pasaban los arrieros que venían de Turicato, Zárate, Cuámacuaro, la Puerta del Chocolate y el Limón no los quería dejar que se fueran, lo mismo cuando venía una chiquilla por las mañanas a traerme la leche, trataba de matar el aburrimiento, tirándole a una botella con el rifle, ya que me habían dejado diez cajitas de cincuenta tiros cada una, y dejaba de tirar cuando el rifle se ponía caliente, como tenía todo lo necesario para hacer rompope por lo menos dos o tres veces a la semana echaba a perder la leche, los huevos, la canela y hasta el alcohol, mi padre me hacía visitas esporádicas, unas muy efímeras de no más de dos horas, esa situación, debe haber durado unos dos meses, que a mí, me parecían dos años, y como ya conocía la historia de Robinson Crusoe, esperaba la llegada del compañerito Viernes, pero fue fallida, gran alegría me causó mi progenitor, el día que llegó con un camión de carga, diciéndome: “todo esto se va al carajo, y nos vamos a San Antonio de las Huertas, donde ya están tu madre y hermanos esperándonos”.

Efectivamente llegamos a esa tenencia, en una choza céntrica encontré a mi familia, y ahí empezamos nuestra nueva ventura ya juntos, en sus primeros días veíamos, a un viejito que por las mañanas destripaba y lavaba unos pequeños pececitos que parecían charales y en un bote los ponía a cocer sin más verdura ni otro condimento más que la sal, y en una piedra sentado, en una lata ovalada de sardina se comía aquel guiso, al ver esto, pensé que se trataba de algún indigente, llevándome en esos días el más grande de las sorpresas que me daba en la vida la avaricia, cuando una noche, se oyeron unos disparos bofos que alertaron a los vecinos diciendo: que habían matado a don Sebastián por robarle su oro. Pues se dice que tenía gran cantidad de centenarios.

Pocos días duramos como familia en esa humilde chosita, al instalarnos en otra, en las mismas condiciones, solo con más espacio que permitió la herrería, un billar con dos mesitas de pool, una tienda, en su trastienda la utilizamos de recamaras mientras que el corredor servía para cocina y comedor, tenía un portal con su pretil. La gente nos acogió con beneplácito, pues todos de diferentes maneras cada uno nos demostraban su amistad, yo me convertía automáticamente en candidato a novio de todas las niñas, cierta ocasión, pasó una de esas chiquillas junto a mí arriando una vaca, al preguntarle a dónde se dirigía con el fin de hacer plática, dijo: “Voy a persogarla buscando donde paste y te invito para que me acompañes o en la tarde vayas conmigo a traerla”, fue con la primer niña que tuve amistad, y cuando podía la acompañaba a llevar la vaca o traerla, a mi temprana edad yo la veía desesperada como que exigía de mi algo más que amistad, tanto que alguna vez, en un recodo de la maleza donde pegaba sombra sobre un hermoso pasto se acostó, le dije: “Párate vámonos”, me extendió los dos brazos diciendo: “Está delicioso, acuéstate aquí a mi lado”, efectivamente lo intenté hacer, solo desistí al ver algo anormal en sus encías, y lejos de acostarme la jalé para levantarla, diciéndole: “No seas payasa vámonos”. A esta chica la identificaré con el nombre de Aurora, quien se fue alejando a partir de ahí de mí, lo que yo atribuía por celos, pues entablaba yo con otras dos chicas una amistad crecida, a ellas las enumeraré como: Amalia y Juventina, la primera muy güera con ojos de color, la segunda blanca, en su piel unas pequeñas manchas que en aquel tiempo era conocido como el pinto, nunca les pedí fueran mis novias pero tanto ellas como yo así nos considerábamos, Amalia si no era rica, si vivía con comodidad y tenía como afición, el montar a caballo, lo que se le facilitaba que en su familia los hubiera, cuando supo que también a mí me gustaba la equitación, me invitaba a cabalgar por las tardes, como era bien visto por su familia, iba hasta su casa a ponerles freno y a ensillar los corceles, muchas veces, después de colgar los animales de un árbol, nos sentábamos al piso viendo caer la tarde, tomados de la mano me preguntaba de Morelia, de Tacámbaro, de las escuelas, tantas cosas que quería conocer esa linda creatura, que tal vez por ser bella, y lo que se puede decir rica, no me era del todo satisfactoria porque tenía dejos de arrogancia, pero me la pasaba bien con ella, disfrutando el paisaje campirano, que era adornado por algunos animalitos principalmente conejos, ella como todas las mujeres a temprana edad lo son, pues vino un gallo con espolones y se la llevó, yo tomé esto con naturalidad, pues la verdad no tenía esos alcances de formar un hogar.

Juventina por su lado vestía más humilde, más sencilla, y fue la única en mi vida que me regalaba pañuelos con frases bordadas, como: “Raúl te amo”, ella entraba a mi casa, pues además era amiga de mi hermana Abisag. Cierto día, mi padre compró una bitrola, que tocaba discos pesados de pasta que tenían una canción por cara, me gustaba entre otras las conocidas como: Ahí viene la bola, Traigo mí cuarenta y cinco y El Barzón, ¡ah! como causaba risa escucharlas cuando ya perdía fuerza el aparato, pues se oían cómicas, de suponer es, que al lado teníamos montones de estos acetatos, y en forma accidental, Juventina tiró uno quebrando varios de estos, la malvada salió como tapón de cidra costándome mucho trabajo convencerla a que volviera a la casa, cuando lo logré continuamos con nuestros juegos de las escondidas acostumbrados entre mis hermanos y los vecinitos, ella siempre se escondía donde yo lo hacía. ¡Ah! que muchacha hasta ahora caigo cómo la hacía sufrir, pues siempre iba a su encuentro cuando ella venia de regreso a su casa, con el bote o el cántaro en su cabeza lleno de agua, donde yo la entretenía hasta media hora, y la humilde a modo de descanso se paraba en una y otra pierna, mi padre una vez que me vio junto con ella, me dijo: “¿Para qué quieres esa pu…? ¿Se la vas a ir a vender a Romana?”, por eso, por él dicho sentí tal coraje que si no hubiera sido quien fue, me le hubiera echado encima.

Alguna ocasión, me llevó mi progenitor al monte con dos burros, donde traeríamos el carbón que haríamos de uña de gato, en una oportunidad de descanso que no me veía, releí una cariñosa carta que me había hecho llegar Juventina, haciéndola añicos, y estoy seguro, él la armo como rompecabezas pues seguido me repetía con ironía lo que la letra decía, nunca entendí porque siempre insultaba a mis amigas, hubo una también que conocí en el Ojo de agua, donde algunas veces iba yo por el preciado líquido, está a la que nombraré Carmela, era hija de don Chonito el panadero, en nuestra amistad de dos o tres encuentros me dijo: “Quiero casarme contigo Raúl”, al principio era una farsa cuando comprendí que era en serio le recordé, que yo era hijo de familia, que estaba lejos el día en que me echara el compromiso de un hogar, dijo ella con seguridad: “Yo me haré cargo de los gastos, pues soy maestra y gano suficiente para mantenernos”, me negué rotundamente y nunca más me volvió a hablar, no paso más de un mes, cuando supe que se casaba con Héctor. Aurora, es otra chica de la comunidad, pero esta dio en esos tiempos la nota roja alarmante a los vecinos, ocultaba hábilmente un embarazo, y llegado el momento de su parto desorientada, se metió bajo de una troje, siendo los perros que sacaron el producto muerto, y así salvaron a la chica de una segura muerte, que aunque la sacaron inconsciente la recuperaron a pesar de los menguados servicios médicos. Ella explicaba posteriormente que su novio al acariciarla sentía bonito, y varias veces llegaban a la culminación del deseo, pero que nadie de las mujeres adultas le explicaron que con ello podía tener un hijo al contrario le hacían entender cuando ella pretendía investigar al respecto que todo eso era un pecado que llevaría irremisiblemente al infierno.

Una vez encontré a mi amigo Roberto por la noche, a escasos metros donde habitaba Juventina, le pregunté qué andaba haciendo por ahí, contestándome que andaba en busca de su novia Juventina, sentí una extraña sensación de coraje, derivado a mi amor que sentía por mi rancherita, diciéndole que aunque éramos amigos eso no se lo pasaba, invitándole a que fuera a su casa a traer un arma, para ver quien se quedaba con la chica, el muchacho dijo: “En media hora estoy aquí”, como yo me encontraba más cerca de mi casa, llegué con más tiempo a la cita con un cuchillo cebollero, mientras esperaba recapacité: “Seguro aquí uno se muere, y el otro se va a la cárcel o a huir y la chiquilla, ni cuenta se da, quedando con toda la libertad”, tal vez de lo que ocasionó, también pensé, en la creciente amistad que reinaba entre su papá Luis y el mío, cuando llegó hasta ese tiempo mi gran amigo, le expliqué lo que había reflexionado, pidiéndole que olvidáramos ese problema, lo que él aceptó con gusto; de buena me libré, pues esa gente de tierra caliente, sin compasión algunos matan, y Roberto era de esos, pues no pasaron ni dos meses, cuando con una escopeta, venadeó a otro muchacho; mi padre involuntariamente había causado un problema de ese tipo, creando dos corrientes, cuando la primera vez que lo vi borracho, que fue una de las pocas veces, salió con un bolo, golpeó la mesa de billar, lanzando un grito retador, al menos eso era considerado en la región y uno de los presentes fue a traer un arma, otro que andaba ya interesado en mi hermana Abisag aunque era todavía una niña, se dio cuenta, esperando aquel valiente que venía a enfrentar a mi padre y le invitó a que reconsiderara su actitud, pero este en vez de hacerle caso, se le abalanzó, desfundando una daga no quedándole más al atacado, que la agarró por los filos, cuando los demás presentes lograron controlar la situación, ya el defensor de mi padre tenía la palma de su mano hecha pedazos, así pues nacían dos rivalidades, que se recrudecían el veinte de noviembre día festivo en la tenencia, donde aparte del acostumbrado baile de los sábados, se engalanaba, se tomaba cerveza en cantidades industriales, y se armaban broncas por distintos rumbos de la plaza donde eran clásicos el sonar de finos bolos y frases entre otras: “no le tires a mi hermano, no le tires a mi cuñao, no le tires a mi compadre conmigo te ma…tas “. Oía todo esto, pensando que al día siguiente habría muertes que lamentar, lo curioso uno o dos heridos levemente; si bien es cierto que esa gente es bragada, hay que considerar, que a que puerta tocan que no abran.

Los días transcurrían en esa tenencia con excesiva monotonía, no veía ningún progreso económico y eso que mi padre fabricaba Ron patito que se llamaba “El Potrero”, pues así lo indicaban las etiquetas que le llegaban con unos compuestos químicos, agua y alcohol; ya habíamos cambiado unas mesas de billar a unos no más de cincuenta metros, como yo las atendía, me dirigí allá después de haber terminado mi trabajo en la herrería, siempre estaban por fuera de la casa algunos clientes esperándome y juntos nos dirigíamos al pequeño salón, por tal razón creo me gané el apodo de “El Abejón”, este negocito tampoco daba y lo que a mis manos llegaba lo perdía jugando pool, piña, o treinta y una. La tienda eran puros números de personas que se les fiaba.

Todos los sábados ahí por fuera de nuestra casa, se realizaban bailes, que amenizaba, Pancho Guzmán con su violín, el Palomas con su guitarra y no recuerdo quien se encargaba de rascarle las tripas al tololoche, eran dos o tres horas de alegrías, y algo se vendía la bebida de moderación y ponches que preparaba mi mamá; mi novia como todas las chicas de mi comunidad, que no veían otro escape de diversión se aglutinaban en ese bailecito, como era de tierra el piso, todo salían polveados aunque previo se hubiese regado, mucho me rogó mi amadita a que fuera su pareja exclusiva, pero le anteponía que si apenas caminaba no podía bailar, pero celoso el hombre, le destiné una pareja permanente, que era Trino mi maistro en la herrería. Según yo cumplía mis quince años, y oía que se festejaba en grande, y le dije a todos los que de mí cerca estaban, pero nadie le dio la menor importancia, pensando yo que era un hecho que no debía pasarse de desapercibido, invité a Trino y otros muchachos, y en el portal de enfrente con una botella de Ron de la que nosotros hacíamos me festejé, haciéndonos acompañar de los cantos destemplados de El Palomas, rápidamente dimos cuenta del licor, pero como traía unos quince pesos, empecé a comprarle ponches a mi mamá, la que ilusionadamente se desveló pensando que estaba haciendo un buen negocio, en esa primera borrachera me ahogué totalmente, Trino me cargó a casa, depositándome en la ventana para ir a abrir la puerta, tan borracho estaba, que me fui de cabeza al interior, lo que despertó a mi mamá quien al darse cuenta de mi estado, tomó una tabla creo yo, y me tundió a tablazos que se oían estruendosos y yo con mis quejidos: “¡ya no lo vuelvo a hacer!”, alertaron a los vecinos, al grado que dijeron: “Esa mujer va a matar a ese muchacho”. (SEXTA PARTE).