(Libro por imprimir de Raúl Ortiz Fabela, escritor tacambarense, el cual es dado a conocer por Rotativodigital.com.mx en capítulos para el público)
En esa temporada efímera de bonanza un día encontré un gigantesco radio de mueble de madera tipo semi circulo, que ocupaba entre los muebles el lugar de honor me sorprendí enormemente cuando oí que emanaba desde su interior voces agradables de varios cantantes famosos en aquellos días, entre los que recuerdo: las hermanas águila, María Luisa Landín, Mario Lanza, Néstor Mesta Chaires, el doctor Ortiz Tirado, y sobre todo un ritmo que le decían Charleston o tangos.
Con ese aparato en casa, me sentía el mas rico del pueblo y me quitaba de estar esperando a mi tía María en las puertas de su casa, después de que ella saliera de misa por la noche, para que me diera la oportunidad de escuchar la serie: Carlos Lacroix con Tomas Perrin, episodios domingueros que dejaron en mi mente hasta la fecha aquella frase: “Dispara Margot dispara”. Total, yo me sentía tan orgulloso de mi inolvidable radio, tanto que por presumido, invité a mis amigos a mi casa para que lo conocieras, pues algunos realmente nunca habían visto uno de esos aparatos, vivíamos por la calle ahora marcada Artículo 123, a donde llevé a varios, entre ellos el más entusiasmado fue Nicandro Ortiz (a quien ya señalé que como hombre se convirtiera en el magnate del plástico a nivel nacional, carrera comercial que empezó al lado de su tío Alejo Días, yo la verdad lo empecé a notar que era un niño fuera de serie, que a tan temprana edad los adultos le hacían prestamos hasta de cien pesos). De él recuerdo que un día, por pleitos de juguetes nos agarramos a moquetes en un espacio que en el mercado estaba destinado a las caneleras, (mujeres que vendían ponches con alcohol); encontrándose Nicandro sobre mí, llegó mi papá dándole un punta pie en la espalda, mi enemigo lógico se paró rápido asustado, y al voltear a ver a su agresor quien al reconocerlo dijo: “me lleva la chin… aquí no sé a quién pegarle, pues los dos me duelen”, este hecho por siempre me aferró por una posible hermandad con él.
En esa casa del mercado, experimenté algo sensacional que no alcanzaba a entender a mi temprana edad, cuando al frente se instaló una familia, compuesta por los padres y dos muchachos, estos dos últimos eran Marcial y Belén, como en esa área no había niños de mi edad, quitando los hijos de don Domingo Gutiérrez, que eran Francisco y Rafael, pero eran más chicos que yo, por eso creo no me entusiasmaba tanto su amistad, y si le eché ganas en relacionarme con Marcial y Belén, y he aquí lo que me desconcertaba que ellos se trataban con mucho amor una cultura muy distinta a la mía, todo se pedían: “por favor manita, manito”, y poniéndose de acuerdo en todo, y eso me daba celos pues yo con mi hermana eran puros chillidos, pleitos y agresiones de toda índole, y me entusiasmaba en tratar de desquiciar a Marcial, y valientemente desde el balcón de mi casa le gritaba todo tipo de injurias, entre las cuales recuerdo: “¡Zopilote misterioso!”, coraje me daba que él no volteara hacia mí a demostrarme su disgusto ignorándome por completo, al contrario cuando nos encontrábamos me saludaba muy amablemente: “¡hola Raulito! ¿como estas?, fíjate que tengo un juego nuevo que mostrarte, ¿quieres pasar a la casa o en seguida vienes?, ya que también pretendo enseñarte unas ágatas que te puedo regalar la que tu escojas, siempre y cuando tú estes de acuerdo”, canijo muchacho, se me hacía como que era llegado de otro mundo, pues las agresiones e insultos, los pagaba con una sonrisa, y se me confirmaba, que la violencia llama violencia.
Ahora recuerdo al respecto, que un patrón regañó al empleado. El empleado a su esposa, ésta por lo mismo trata mal a su empleada, la cual con coraje patea al perro que encorajinado sale a la calle y se desquita con un señor mordiéndolo, el señor nervioso claridea al médico porque según lo lastima mucho al ponerle la vacuna antirrábica, el galeno llega a la casa irritado contra su mamá porque según no le da la cena de su predilección, ella le empieza a acariciar la barba, su pelo, sus cachetes diciéndole: “hijo de mi alma quise quedar bien contigo, pero te aseguro que mañana te atenderé como tú te lo mereces, por lo pronto ya te hice tu cama para la hora que mi rey quiera tirarse a descansar”, acabando así esa cadena de odio que se había formado.
Apuntaba líneas arriba que nuestra solvencia económica era buena, que incluso periódicamente se mataban cerdos y eran días que disfrutábamos desde los sancochados, sóricua, carnitas, chicharrón, pozole, manitas en vinagre, chorizo total quedábamos hartos, que hasta dos o tres meses quedábamos hartos hasta del olor de estos productos, el debacle de esta economía, empezó que a uno de los vecinos que tenía su puesto en el mercado de frutas y verduras, le llego una mujer joven, pero flaca como un carrizo muy fumadora, con un niño de unos tres años y una bebé amamantando, daba la impresión que llegaba después de un fracaso matrimonial, porque a los pocos días se empezó a ver en una de las esquinas al lado sur de la plaza grande, que en un petate en el piso, vendía cacahuates, papa colorada, naranjas y cañas.
Mientras que mi padre y yo continuábamos bajando a los ingenios en la camionetita a comerciar, de pronto todo cambia cuando la susodicha y mi progenitor entablan “amistad” y ya Raúl ocasionalmente hace ya esos recorridos, en cambio ella, primero faltaba el volante, y ya la camionetita trasportaba más frutas y legumbres que fierros, las propiedades empezaron a volar, triste fin tuvo la casa de codallos que amenazaba por derrumbarse pues aparte de no tener mantenimiento, en el tapanco se encontraban toneladas de sisco, y hubo de ser vendida casi regalada, al sr. Reyes López, el hambre volvió a sentar sus reales en la familia al grado que algunas veces doña Santitos nos decía: “fíjense bien en esta yerba que hay muchas en la calle pegadas en la banqueta, y tráiganmelas, pues son verdolagas”, bien lavaditas, cociditas y con sal nos las daba a comer, lógico toda la parentela como ya lo dije, también se evaporó, tan sínico el asunto que los sobrinos directos de mi mamá ya le decían tía a la usurpadora, mientras que su verdadera tía sufría las de Caín para darle de comer a sus polluelos, hasta aquí llegaba para mí el fin de aquella niñez, el fin de disfrutar verdaderamente de las riquezas naturales que me ofrecía este maravilloso pueblo, quedaban atrás los juegos infantiles que hasta con las niñas se realizaban del papá y de la mamá, todo ello cuando me dijo al cursar yo el quinto año de primaria: “¿quieres trabajar conmigo de peón? Pues me ofrecen empleo en una compañía que viene a construir una presa y un canal, ganarás cuatro pesos diarios”, me engolosiné tanto que a partir de ese momento fue intranquilidad. Llegamos a Chipícuaro donde ya encontramos el taller instalado pues íbamos con la responsabilidad de afilar herramientas, y unos vecinos nos facilitaron una choza donde dormíamos en canchiri, en esa nueva vida para mí me resultaba maravilloso, después de las labores ir a nadar al rio ya oscureciéndose, tirarme en una gran laja, disfrutando de aquel calorcito tenue que el sol había dejado sobre la piedra, ahí empecé a tener relaciones amistosas con caballeros ya maduros que me embobaban en sus pláticas y farsas, por lo que yo con gusto en bote alcoholero, ponía a cocer café el cual les servía en pequeños jarros, no sé si por eso o por ser el casi niño entre ellos sentí que me apreciaban, me cuidaban y de vez en cuando me hacían pequeños regalos como una galleta o un pan. El primer sábado directamente recibí mis veinticuatro pesos, y tarde se me hacía en que el comando de la empresa nos trajera a Tacámbaro, cuando llegué le entregué el dinero a mi mamá, diciéndole que me lo guardara, pues yo quería comprarme ropa y zapatos, quería ya abandonar el ya clásico para mi pantalón de tirantes y comprarme unos zapatos de una pieza como los que usaba mi papá, y claro me fui al cine y a cenar sintiéndome el más rico del pueblo, así me la pase también el domingo muy contento, ya por la noche después de salir del cine, porque repito era mi vicio, le dije a mi madre: “no te vallas a dormir para que me despiertes, porque el comando sale a las seis de la mañana del día siguiente y si no llego me dejarán”, así transcurría mi vida, para mí en mi primer trabajo, en que le había tomado yo demasiado cariño a un señor llamado Salvador Solís que mal le identificaban con el apodo de la rata, este ya se había hecho amante de una señora chaparrita llamada Beatriz de pedernales, donde eran populares ella y su hermana como las urracas y que precisamente se hallaban en el campamento atendiendo la cocina que por su cuenta manejaba en atención a la peonada.
Todo marchaba normal, incluso ya me había puesto un pantalón de cintura y un día ya con el dinero a la bolsa me dirigí a la tienda de don Reyes López a comprarme los famosos zapatos de una pieza, que tan bien se le veían a mi padre, una vez que me los medí ya no quise quitármelos, pero vaya sorpresa que me esperaban, pues en una cuadra que caminé de la zapatería canada al sur, del suelo no me levantaba, pues el piso estaba mojado y los zapatos tenían suela natural, hasta que me los quite y descalzo caminé a mi casa.
Es triste recordar pero tengo que decirlo, una vez que tenía suficiente dinero para irme a comprar ropa, se lo comuniqué a mi mamá quien de buena gana me dijo: “ándale pues báñate y te espero para ir contigo”, esto me cayó como un duchazo de agua fría, pues lo que menos quería era que se me viera y se supiera que ella era mi madre, este remordimiento por siempre me acompañó, pues no era posible que yo me avergonzara de mi progenitora que tantas penurías había pasado para sacarnos adelante. En el trabajo todo iba bien, pero sí recuerdo que una vez el comando me dejó, no quedándome más que inmediatamente emprender el camino a pie, echándome al hombro dos botes de los llamados alcoholeros, y otras cosillas que mi papá me había encargado, en un recodo que hacía el camino y la cerca de piedra, se encontraban dos tíos sentados, uno con un machete, otro con una coa, (un especie de cuchilla grande que servía para regar las cañas), al pasar junto a ellos les saludé, ello me respondieron: “¿Vas a los pericos?”, yo les contesté sonriendo: “Sí, a ver cuántos alcanzo a traer para venderles a ustedes alguno”, noté que se enfadaban e inmediatamente se pusieron de pie, mientras uno me distrajo haciéndome plática, otro se puso a gatas detrás de mí, por lo que el que estaba frente me aventó cayendo de espaldas al piso, y los objetos que llevaba salieron disparados a un lado, quise levantarme rápidamente, pero me lo impidió, sentí que la coa apoyaba su punta en mi pecho, ante esta situación, llorando por la impotencia de defensa, les dije sacando todas mis pertenencias de las bolsas del pantalón que no eran más allá que una cajetillas de cigarros, unos cerillos y unas cuantas monedas que no hacían un peso: “Si me van a robar esto es todo lo que traigo”, pero ya déjenme ir, los tipejos no hacían nada ni hablaban, pero tampoco me quitaban la herramienta del pecho, duró largo rato esa situación, que me desesperó tanto que con coraje me aventé hacía arriba tratando que el fierro se introdujera en mi pecho, pero el tío que lo sostenía con habilidad lo levantó, se prolongó esa situación, hasta que me ordenaron diciéndome: “Párate pendejo y lárgate”, lo que hice inmediatamente, pero me había invadido un especie de rencor, coraje, impotencia que solo me permitía llorar, no había dado tres o cuatro pasos, cuando me dijeron: “Llévate tus pendejadas”, me regresé y las levanté, habría caminado unos cincuenta metros hacía Chupio, cuando vi a mi tío Emiliano Fuentes, quien cuando ya estaba cerca me preguntó: “¿qué te pasó hijo?”, le platiqué lo sucedido rápidamente, que enojado vi, como apuraba a la bestia con las espuelas y el chicote emprendiendo la carrera hacia arriba, diciéndome a la vez: “Tú continua tu camino lo más rápido que puedas”, poco tiempo después escuche unos disparos de pistola, después supe que a tiros mi tío a los sujetos había puesto pies empolvoroza de cuesta arriba.
La empresa ordenó que el comando se regresara de Tacámbaro el domingo por la tarde, algo que me sacaba de ver los programas de lujo del cine y opté por conseguir un caballo prestado, que con gusto me facilitó el señor Antonio Banderas, después me compraría uno para así, saliendo de la función, regresarme. En cuanto recibía mi pago los sábados, emprendía camino a Tacámbaro, cuando llegaba muy noche y que no podía ir al cine, me concretaba a ver a mis amigos, cenar en casa, y al domingo siguiente me iba a la matiné donde pasaban las mismas películas del sábado, paseaba por la plaza, iba a comer a la casa para a las cinco meterme de nuevo al cine a ver los estrenos anunciados, saliendo entre ocho y nueve de la noche, iba a casa, cenaba y me despedía, para dirigirme al mesón de la libertad donde había dejado mi corcel, a quien ya le había dado instrucciones al mesonero para que me lo atendiera, lo enfrenaba, lo ensillaba y vámonos para Chipícuaro, en el camino me entretenía recordando lo que había visto en la pantalla, y sobre todo cantando las canciones que recién había escuchado, cabalgando en mi corcel me imaginaba ser un Robin Hood, un charro negro y ¿porque no? un Juan Charrasqueado; llegaba a Chipícuaro entre una y dos de la mañana.
Aparte de estos gratos recuerdos también los hubo horrorosos, cuando una noche vi una película de una momia, que desde que salí de la sala me sentía ya un manojo de nervios, cuando llegué al machero a ensillar, hasta la montura coloqué al revés, eso no era nada comparado con lo que me esperaba en el camino, peor aún, mi jamelgo era pajarero, que con el menor ruido de zacate, reparaba, y largo se me hizo el camino hasta llegar a la mesa de Chupio, donde el pastizal con hasta un metro de altura con el aire se encargaban de sonido de hacer un escenario de terror, ahí si ya no pude más, cuando llegué a la casa de mi tío Agapito Fabela, y le pedí permiso que me dejara dormir, considerando más terrorífico lo que me esperaba que era cruzar el rio, ya amanecido continúe mi camino. ¡ah¡ pero esa maleza no me duro más de ocho días, pues a mi regreso, le puse una trampa para incendiarla, poniendo un cigarro encendido y al otro extremo cerillos sobre basura, para cuando alzara flama, ya me encontrara a distancia, a si nadie me ligaría con ese incendio, pero si fue otro hecho de lo que me arrepentiría, ya que puse en peligro algunas humildes chosas.
Mi relación con mi padre en lo ríspido, ciertamente se había atenuado, aunque no llegó tanto a que yo le tuviera confianza, pero tuve que alejármele cuando le llega la “mujer” con su hijo que ya andaba por sus doce años, yo le dije: “papá, yo quisiera irme con Salvador y Beatriz, donde aparte de comer dormiría en su enramada”, me dijo: “¿qué esperas cabrón?”, yo caía con esta pareja como si hubiera sido mi familia, pues tanto ella como él, me consentían hasta chiquearme, cuando ya se trataba de dormir yo me acostaba en medio de los dos en el petate, aunque yo ya amaneciera por otro lado. Había una chamaca que le ayudaba a Beatriz en la cocina, y como a mí ya se me empezaban a ponérseme duros los espolones, la enamoraba, hasta asediarla lo más que se podía como ir al rio a traer agua, y aunque era una pollita, me paró en seco, diciéndome: “yo no quiero novio, pero si tú quieres vamos a hacerlo y nos casaremos”, y así acabó de tajo con mis pretensiones, yo ya me había enseñado a afilar las herramientas, y ganaba el doble de sueldo pero no era para pensar en un compromiso de esa magnitud, la compañía que se hacía cargo del canal, la manejaban los hermanos José y Rafael Montalván con los que yo me había ganado unas simpatías, creo eso me valió para que me dieran la responsabilidad de atender las herramientas en el túnel dos, que se encuentra cerca de Caulote Seco, regresándome a Chipícuaro a dormir y a cenar. Don Domingo con su pareja se hacía fuerte económicamente, pues a la llegada de ésta, empezaron a trabajar una tienda, que día a día, se veía más surtida, llegó el momento que cada fin de semana mataban reses, el sábado cuando yo me prestaba a dirigirme a Tacámbaro se me acercaba mi padre indicándome el lugar donde había escondido la lengua del animal, para que se lo trajera a la familia, por cierto alguna ocasión se le descubrió una aguja cuando ya la preparaban, encontrándose mi tía Luz Martínez, que era una mujer bragada, que se indignó tanto contra la que vivía con mi papá, que quiso irse inmediatamente, disque a matarla, pero mi mamá logró controlarla. ¡ah! Mi tía, toda mi vida hasta como a los treinta años si no la odié no me caía, pues fue hasta que un médico me dijo que el problema de mi pierna se debía a la poliomielitis, y no a un golpe, pues siempre se me hizo creer que ella involuntariamente me había estrellado en el piso, cuando por excesivo cariño me lanzaba al viento, y una de esas veces no atinó a atraparme.
Mi padre con su pareja crecían enormemente en la economía que no era pocas veces que apoyaban a la compañía con dinero para pagar sueldos y salir de momento del apuro, pero como todo principio tiene fin, a Beatriz que me daba de comer al ya no serle costeable asistir a la peonada, optó por regresarse a Pedernales, algo que me pudo, pues la quería mucho, y busqué en otra enramada se me asistiera, la señora se negaba, pues tenía recelos de que no estuviera de acuerdo mi papá, al fin aceptó quedando de acuerdo que el lunes me mandaría mi lunch con el gordero, ese día después de que ya había almorzado, me llegó un morralito con pan, una botella con leche, otra con chocolate y una servilleta que contenía, tacos de frijolitos con chorizo, comprendiendo que eran de la señora que ya se había ganado mi odio, destruí todo su contenido agregándole además, cisco, el muchacho que me había llevado tan rico lunch, casi lloró cuando vio aquella porquería, diciéndome: “mejor me la hubieras dado, no que hasta ando con hambre”, en la tarde a mi regreso, evité la cuadrilla y me fui directamente al estanque, donde varios de mis amigos ya se encontraban jugando conquián, y fumando su yerva, cuando me vieron, me dijeron: “¿qué le hiciste a tu papá Raulillo?”, diciéndoles lo que había hacho al regresarle la bolsa a mi madrastra, “pues a ver cómo te va, por que trae una vara que rebasa el metro”, ya oscuro, encontrándome solo en ese lugar, entré al rancho dirigiéndome directamente a la cocina, donde había arreglado me dieran de comer, la señora mientras me daba mi cena, me decía: “pues a ver cómo te va con tu papá”, categóricamente le dije: “sé que hice mal, y me merezco unos leñazos, pero eso si caros se los voy a cobrar a esa mujer, que la espiaré cuando baje al rio, y a pedradas la mataré”, me despedí , y al salir de la humilde enramadita, estaba esperándome mi papá, que con una lámpara me ordenó que caminara, dirigiéndonos al lugar que acaba de abandonar Beatriz, una vez ahí, no me pegó, pero si me dijo: “¿Qué?, ¿te sientes con muchos huevos hijo de la tiznada?, todavía me debes obediencia y quieras o no, te vas a la casa”, naturalmente no contesté nada y cedí a lo ordenado, donde mi madrastra se desvivía en atenciones hacia mí, pero yo en mi rebeldía, iba a la tienda a hacer destrozos, como abrir paquetes de galletas comerme una y aventarlos por ahí, destapar refrescos de aquellos que empezaban a circular en la región que echaban abajo las humildes sodas, y ya de lujo había el Spur y el Canada Dry, agarraba dos o tres cajetillas de cigarros de marcas finas dejando atrás los humildes Tigres, Carmencitas, Faros o Luchadores, de estos últimos recuerdo, en todos los ranchos, mis familiares tenían bolsas repletas de cajetillas vacías, pues periódicamente se las canjeaban por vasos y platos, ahora ya el señor se daba el lujo de fumar de esos “pitillos” de lujo, como eran en ese tiempo, los Rialtos, Flamingos, Gratos y creo que hasta Camels; alguna vez encontré, para todo esto no lo hacía a escondidas pues gozaba que mi madrastra me viera, pues sabía que la hacía enojar, más cuando me dirigía a la caja del dinero, ya me había asignado sustraer de ella diariamente, una de aquellas hermosas monedas de plata, creo que ella no replicaba nada, ni se quejaba porque mi papá tal vez le haya dicho lo que oyó que dije la noche en que cenaba. (QUINTA PARTE).