Una de las razones por las que se comprende mal la estupidez es que, con frecuencia, la astucia se confunde con la inteligencia. Es un concepto tan simple como engañoso. Se supone que hay gente lista y, luego, los tontos a los que uno debe explotar; y se supone asimismo que esto es divertido. Se elogia a los timadores por su astucia y se hace burla de los engañados por su credulidad.
Desde este punto de vista, la estupidez generalizada deja de ser una enfermedad para convertirse en un recurso. Los estúpidos deben seguir siéndolo –cuanto más, mejor—para que los cotos de caza de los aprovechados sean más abundantes.
Hay un problema ético evidente. Cuando se acepta esta forma de pensar, la humanidad queda dividida en dos categorías: los listos, que tienen derecho a imponerse, y el resto, que son y deben seguir siendo inferiores. Es algo horrible, ¿no es cierto? Pero se practica ampliamente, aunque son pocos los que lo admiten, y se arrastra sigilosamente por todos lados, con toda clase de disfraces.
Sin decirlo abiertamente, muchos aplauden a los ganadores y humillan a los perdedores. Existe la concepción –desgraciadamente generalizada—de que, a fin de cuentas, así es como gira el mundo.
Abunda la hipocresía, en esta cuestión. Cuando se caza y desenmascara a los listillos, son objeto de burlas y desprecios. Pero cuando el viento parece soplarles de cara, no solo se los perdona con enorme facilidad, sino que se los admira y elogia con demasiada frecuencia.
Moralmente es inaceptable, pero además resulta estúpido. Corrompe todos los valores de las sociedades y las relaciones humanas, socava la confianza y deteriora el compromiso. Cuando el engaño se tiñe del aura del triunfador, lo que en realidad sale perdiendo es la calidad, el trabajo en equipo, la lealtad, el deseo de aprender y mejorar.
Si nos limitamos a medir la estupidez con los criterios cuantitativos, esta clase de problema pasa desapercibido. Podemos observar los efectos de la conducta, pero seguiremos sin comprender el porqué.
No hay suficiente con saber que la estupidez abunda. Debemos descubrir sus numerosos disfraces y, muy especialmente, aquellos que la hacen parecer cosa de listos.
No siempre es necio ni malicioso ser un poco astuto. Se pueden buscar vías alternativas, ligeramente arteras o sinuosas, para un buen propósito. Puede ser inteligente usar un enfoque indirecto para rodear los prejuicios o una resistencia obstinada a algo que resulta útil y deseable pero no se comprende así a primera vista. Ahora bien, es importante entender que estos mecanismos, de eficacia ocasional, se transforman en estupidez si devienen una costumbre.
Puede tener sentido endulzar en lo posible un remedio amargo. Pero si adquirimos el hábito de presentar como positivas toda clase de cosas desagradables, estamos abriendo la puerta a la administración de veneno. Los que nos hacen de niñeras se esfuerzan lo suyo por limitar nuestra libertad, difuminar nuestra capacidad crítica e incrementar su poder. De un modo u otro, nos prefieren estúpidos.
Puede haber chistes y juegos de listos. En la medida en que se trate de juegos y diversiones, resulta inocente. Más aún, resulta inteligente cuando el humor nos ayuda a andar alerta con los timos o a comprender qué puede ocultarse detrás de una pantalla de humo, ya sea de apariencias, trucos de magia o juegos de palabras. Pero no siempre es fácil determinar dónde acaba el juego y comienza el engaño.
Una circunstancia peculiar es que los listos, por astutos que sean, no poseen mucha imaginación. Los engaños modernos, aunque se apliquen con las tecnologías más recientes, son casi siempre la repetición de trucos viejos.
No resulta extraño, pero sí bastante deprimente, ver cómo muchas personas siguen cayendo en las mismas trampas de antaño. La estupidez, así como el perverso arte de beneficiarse de ella, es vieja como la humanidad. La solución no pasa por hacerse el listo y unirse a las filas de los timadores. Esto puede resultar bastante peligroso y a menudo, destructivo para uno mismo: uno de los timos más exitosos es y ha sido siempre el del juego de la confianza, en el que el timado se cree que es el timador.
Es importante estar al cabo de los timos y trucos y de las debilidades humanas que tanto los facilitan. Y al mismo tiempo, darse cuenta de que en muchas situaciones, incluso cuando uno no busca engañar voluntariamente, se puede causar daño a muchas personas por efecto de la información errónea o una mala interpretación. Lo que necesitamos es inteligencia, en los dos sentidos de la palabra: un mejor pensamiento, una mejor información.
No basta con despreciar a los listos y mantenerse lejos de la ratonera. Es necesario comprender como funcionan las artimañas y desenmascarar cuantos disfraces sea posible, pues quizá sean astutos, pero no son impenetrables.