5 febrero, 2025
ROTATIVO DIGITAL

¿Decides lo correcto o lo conveniente?

Cuántas veces a la hora de tomar decisiones, de hacer un trabajo, de valorar lo que debemos hacer, dudamos y nos acomodamos más al qué dirán, a lo que pensarán los demás de mi persona, a las cosas que alegren el ego de los demás, a ser en realidad nosotros mismos.

Vamos con otra propiedad que debe cumplir toda decisión y cuyo conocimiento nos ayudará tomar decisiones eficaces.

A la hora de decidir hay que empezar considerando dónde está el bien, lo que es lo correcto, antes que estimar lo aceptable o quién está en lo cierto. La razón es que al final habrá que alcanzar un compromiso y si uno no conoce aquello que satisface las especificaciones y condicionantes, no es posible distinguir entre el compromiso adecuado y el equivocado.

En efecto, hay dos tipos de compromisos. El primero caracterizado por la expresión “más vale pan y ensalada que no comer nada”. El segundo se corresponde con el juicio de Salomón y el reconocimiento de que quedarse con medio hijo es peor que renunciar a tenerlo. En el primer caso se cumplen los requisitos implícitos que condicionan la decisión (algo de comida, aunque sencilla, nos sostiene en la vida) mientras que en el segundo caso no (quedarse con medio niño es negarle la vida).

En el proceso de toma de decisiones, es inútil preocuparse por discernir aquello que sería más aceptable, lo que no herirá susceptibilidades, para tratar así de evitar enfrentamientos. Es una pérdida de tiempo: la mayoría de las cosas por las que nos preocupamos nunca acaban teniendo lugar; y aquello que desdeñábamos por insignificante de repente se vuelve un obstáculo infranqueable.

De modo que a la hora de decidir, por norma, hemos de tener siempre en cuenta lo importante, sin detenernos en considerar lo que parecería más admisible. O de otro modo nunca tomaremos una decisión eficaz y mucho menos, correcta.

Nadie dijo que dirigir fuera cómodo…

Actuar correctamente no significa hacer lo que nos conviene. Estamos presionados por las reglas sociales, las normas internas con las que hemos funcionado desde la infancia y los criterios morales que han presidido nuestra vida desde siempre. Nos cuesta mucho entrar en ellos. Nuestra infancia es un camino tortuoso entre la normativa que la sociedad nos reclama y el deseo de libertad y espontaneidad con el que nacemos. Y si parece que los primeros años de escolarización logran aminorar estas actitudes, la adolescencia se vuelve a presentar como un período indómito en el que de nuevo queremos afirmarnos contra el resto. Pero la entrada en las pautas, reglamentaciones, modos y maneras del grupo al que pertenecemos es imparable. Todo ello nos lleva a mantener una idea de “corrección” que, a veces, supera lo que a nosotros mismos nos interesa o nos conviene. Incluso también es cierto que lo que una época, grupo o estamento establece como norma solamente es válido en un momento histórico concreto porque estamos cansados de ver cómo todo cambia y lo que hoy es punible y criticable, mañana es absolutamente valioso y aceptado.

Lo que nos conviene, aquello que sentimos en el interior que es el camino de nuestra “corrección”, la norma que sale del corazón…es la que hay que seguir. La sabiduría es un estado de conciencia al que se llega a fuerza de amar el esfuerzo de vivir en coherencia con nosotros mismos. Hay que aplicar lo que uno aprende a través del dolor, fundamentalmente, porque se aprende mucho más con los errores y fracasos que con las alegrías y el bienestar. Hay que ser inteligentes para gestionar la vida propia. Hay que poner el corazón para poder vivirla con plenitud. Y a partir de ahí…poco importan las normas, de poco valen las críticas y de menos aún, los prejuicios. Si uno está bien consigo mismo, está seguro de no hacer daño intencionado a nadie y cree en aquello por lo que lucha podemos asegurar que no habrá barreras que no puedan superarse, ni caminos que no sean transitables, ni impedimentos que no se conviertan en objetivos conquistables. A partir de ahí, estaremos con el mejor defensor de nosotros mismos pero sobre todo, con la persona que más nos cuida y nos protege, la que tiene al final de su brazo, la mejor ayuda.

Hacer lo correcto no siempre es fácil ni conveniente, que hay que hacer entonces ante esta disyuntiva, pero haciendo lo correcto tiene el mayor impacto en los demás como nos dispusimos a vivir un ejemplo de nuestra fe en Dios.

Lo correcto y lo incorrecto forman una fuente común de disputa y lucha. Esto se relaciona muy de cerca con los actos hostiles y ocultaciones y con la secuencia del acto hostil-motivador.

El esfuerzo por tener razón es el último esfuerzo consciente de un individuo de su extinción. “Yo tengo razón y ellos están equivocados” es el concepto más bajo que puede formular una persona inconsciente.

Lo que es correcto y lo que es incorrecto no es necesariamente definible para todo el mundo. Esto varía de acuerdo a los códigos morales y disciplinas existentes, a pesar de que se les usaba como prueba de “cordura” en jurisprudencia, no se basaban en hechos, sólo en la opinión.

Un acto hostil no es sólo dañar a alguien o a algo: un acto hostil es un acto de omisión o comisión que hace el menor bien al menor número de personas o áreas de la vida, o el mayor daño al mayor número de personas o áreas de la vida. Esto incluiría la propia familia, el grupo o equipo propio y la humanidad como un todo.

Por lo tanto, una acción incorrecta lo es, al grado en que daña al mayor número. Una acción correcta lo es, al grado en que beneficia al mayor número.

Muchas personas piensan que una acción es un acto hostil sólo porque es destructiva. Para ellas, todas las acciones u omisiones destructivas son actos hostiles. Esto no es verdad. Para que un acto de comisión u omisión sea un acto hostil, debe dañar al mayor número de personas y áreas de la vida. Por lo tanto, no destruir algo podría ser un acto hostil. Ayudar a algo que dañara al mayor número, también puede ser un acto hostil.

Un acto hostil es algo que daña ampliamente. Un acto benéfico es algo que ayuda en general. Puede ser un acto benéfico dañar algo que pudiera ser dañino para muchas personas y áreas de la vida.

Dañar a todo o ayudar a todo pueden ser, de la misma manera, actos hostiles. Ayudar a ciertas cosas y dañar a otras, pueden ser por igual, actos benéficos.

La idea de no dañar nada y ayudar a todo es también bastante demente. Es cuestionable pensar que ayudar a los que esclavizan es una acción benéfica y es igualmente cuestionable considerar que la destrucción de una enfermedad es un acto hostil.

En lo relativo a tener razón o estar equivocado, pueden desarrollarse muchos pensamientos confusos. No hay bien absoluto ni mal absoluto. Tener razón no consiste en no estar dispuesto a dañar y estar equivocado no consiste sólo en no dañar.

Hay cierta irracionalidad en “tener razón” que no sólo descarta la validez de la prueba legal de la cordura, sino que también explica por qué algunas personas hacen cosas muy incorrectas e insisten en que están haciendo lo correcto.

La respuesta está en un impulso, innato en todos, de tratar de tener razón.

Esta es una insistencia que rápidamente se separa de la acción correcta y va acompañada de un esfuerzo por hacer que los demás estén equivocados, como vemos en las personas hipercríticas. Un ser que aparentemente está inconsciente, aún sigue teniendo razón y haciendo que los demás estén equivocados: es la última crítica.

Hemos visto a una “persona defensiva” explicar las equivocaciones más descaradas. Esto también es una “justificación”. La mayoría de las explicaciones de la conducta, no importa lo inverosímiles que sean, parecen perfectamente correctas a la persona que las da, ya que sólo está afirmando el hecho de que ella tiene razón y los demás están equivocados.

Parece ser que los científicos que son irracionales no pueden desarrollar muchas teorías. No lo hacen porque están más interesados en insistir en su propia extraña corrección, que en encontrar a la verdad. Así, tenemos extrañas “verdades científicas” de hombres que deberían tener mejores conocimientos. La verdad la construyen los que tienen la generosidad y el equilibrio de ver también dónde están equivocados.

Usted ha escuchado algunas disputas muy absurdas entre la multitud. Dese cuenta de que el orador estaba más interesado en afirmar su propia corrección, que en estar en lo correcto.

Un Tetuán (el ser espiritual, la persona misma) trata de tener razón y lucha contra estar equivocado. Lo hace sin tomar en cuenta si tiene razón en algo o hacer lo correcto en realidad. Es una insistencia que no tiene ninguna relación con lo correcto de la conducta.

Uno siempre intenta tener razón hasta el último suspiro.

¿Cómo llega uno entonces a equivocarse alguna vez?

Es de este modo:

Alguien realiza una acción incorrecta, accidentalmente o por descuido. Lo incorrecto de la acción o la inacción está entonces en conflicto con su necesidad de tener razón. Así que puede continuar y repetir la acción equivocada para probar que es correcta.

Este es un elemento fundamental de la aberración (pensamiento o conducta irracional). Todas las acciones incorrectas son el resultado de un error seguido de una insistencia de haber tenido razón. En vez de corregir el error (lo que implicaría estar equivocado), uno insiste en que el error era una acción correcta y por eso la repite.

Conforme un ser baja por la escala, es más y más difícil que admita haberse equivocado. Mejor dicho: el admitirlo, bien podría ser desastroso para lo que aún pudiera tener de capacidad y cordura.

El estar en lo correcto es el material de que está hecha la supervivencia. Esta es la trampa de la que, aparentemente, el hombre no ha sido capaz de liberarse a sí mismo: un acto hostil que se apila sobre otro, avivado con afirmaciones de estar en lo correcto. Por fortuna, existe un camino de salida seguro de esta telaraña.

Hacer lo correcto no es fácil. Si lo fuera, el mérito de hacerlo estaría más extendido y muchos desórdenes no tendrían lugar. Todos podemos y debemos hacer lo correcto, pero no todos estamos dispuestos a asumir las consecuencias que ello trae consigo.

Y es que hacer lo correcto, siguiendo los dictados de la conciencia, puede resultar antipático a mucha gente. Para quienes no desean corregir lo que está mal, e incluso para aquellos que objetan el bien por desconocimiento, lo que se hace en aras de corregir y limpiar puede parecer dañino, inoportuno o falso. Lo conveniente en estos casos, sin embargo, es fortalecer la postura del orden, aunque ello propicie especulaciones, tergiversaciones y hasta calumnias.

A veces, cuando se hace lo correcto, no queda más refugio ni más consuelo que la certeza de estar haciendo lo correcto. Azota el vendaval de la incomprensión, se desatan las olas del resentimiento, despliegan sus artes maléficos los intereses creados, y nada más que la conciencia limpia mantiene firmes las decisiones, porque queda, pese a todo, la íntima seguridad de estar cumpliendo con el deber.

Hacer lo correcto está siempre al alcance de todos. Sin importar dónde estemos o qué actividades desempeñemos, no habrá día que pase de largo sin habernos dado alguna oportunidad de hacer el bien. Y aprovechar esa oportunidad, cuando se presenta, es la forma en que agradecemos el don de la conciencia.

¡Qué duro es, para quien se sabe culpable, combatir las recriminaciones de la conciencia! Incluso si llegase a engañar a todos, presentándose como víctima, ¡qué fuerte resonarán en su cabeza esas verdades que no es capaz de admitir frente al mundo!

Por el contrario, la paz interior que experimenta quien está seguro de haber actuado con nobleza de intención no tiene cálculo ni precio. Duele verse sometido a la incomprensión, desde luego, pero se sabe que esa incomprensión nunca va a ser más dolorosa que experimentar las reprensiones morales de una conciencia en llamas.

Cuando se hace algo para mejorar las cosas o incluso sólo para que no empeoren, nada es tan valioso como la certeza de saberse limpio. Las lenguas viperinas no tardarán en tomar la palestra, pero jamás conseguirán que lo incorrecto deje de serlo.

“La paciencia todo lo alcanza”, solía decirse a sí misma la gran reformadora de las carmelitas, Teresa de Ávila, cuando se lanzaban contra ella las peores injurias y se manchaba su reputación con hirientes difamaciones. Y ser paciente significa hacer el esfuerzo supremo de comprender que todo cambio, por bueno que sea, genera resistencias. De mala fe o no, resistirse al cambio, al orden, a la ley, a la responsabilidad, hará que algunos profieran chismes y otros ataquen con vileza.

¿Qué puede hacerse entonces sino ejercitar la comprensión? ¿Qué se gana respondiendo con acusaciones a los acusadores?

Y como hacer lo correcto implica asumir riesgos, tampoco faltarán motivos para evitar complicaciones y dejar que las cosas sigan igual. Incluso habrá quien tentadoramente aconseje: “No te metas en líos. Nadie va a agradecerte por lo que estás haciendo”.

En esos momentos, sin embargo, es conveniente sobreponerse a la comodidad. Tal vez nadie lo agradezca y quizá la reputación sólo sea una parte de lo mucho que se arriesgue, pero el insobornable tribunal de la conciencia terminará dando su veredicto, y esa absolución vale más que todas las reputaciones y todos los agradecimientos humanos.

Analista