19 abril, 2025
ROTATIVO DIGITAL

Errar es humano…

Lic. Alfredo Castañeda Flores   (Analista)

No le falta su razón al viejo dicho según el cual errar es humano. Sería estúpido creer que cabe la posibilidad de no cometer ni un solo error. Ni siquiera la más eficaz combinación de inteligencia, experiencia, conocimiento, atención y disciplina sería infalible. Ninguna solución, decisión o conducta puede ser perfecta siempre.

 

Los errores no siempre son estúpidos. Cuando el beneficio de aprender de un error es mayor que el daño que se causa, el resultado se sitúa en el cuadrante inteligente de la estupidez humana. Cometer errores y comprender por qué lo eran es una parte esencial de cualquier proceso de aprendizaje, igual que estar preparado para accidentes inesperados es elemento necesario de cualquier planificación eficaz.

 

Bastante a menudo, un error o mal funcionamiento revela algún fallo de actuación, proceso o pensamiento. Si en vez de limitarnos a corregir lo que haya salido mal, comprendemos también cómo y por qué ha pasado, estaremos más cerca de lograr una solución inteligente.

 

Si dejáramos crecer a un recién nacido en un medio perfectamente aséptico, cuando más adelante se viera expuesto al mundo exterior, es probable que el niño muriera por no haber desarrollado un sistema de inmunidad eficaz. Es igualmente peligroso creer que nunca cometemos errores. La ilusión de la infalibilidad es tan arrogante como estúpida.

 

Si adquirimos la costumbre de repetir la misma actuación que, en experiencias anteriores, ha logrado buenos resultados, el problema no es tan solo que dejamos de aprender; también importa recordar que las actuaciones y circunstancias no son nunca exactamente iguales. Con las costumbres y los hábitos, nuestra capacidad perceptiva se arroma; con el tiempo acabamos por perder el contacto con la realidad.

 

Una forma generalizada de estupidez es la incapacidad –o la falta de voluntad- de admitir errores. No sólo ante otras personas, sino incluso, sobre todo, ante uno mismo. El arrojo de decir o pensar “estaba equivocado” no es un mero acto de sinceridad, sino también una forma inteligente de reducir el poder de la estupidez.

 

Es importante, por otra parte, aprender a manejar los errores de otras personas. Es raro que discutir o reñir sirvan de mucho. Es más civilizado perdonar, pero tampoco es bastante con eso. Es necesario comprender sí, cómo y por qué lo que hemos hecho (o dejado de hacer) ha provocado el error ajeno.

 

También debemos esforzarnos por determinar si esa persona es irremediablemente estúpida (o quizá solo inepta para una función específica) y, en tal caso, hallar una forma de eliminar el problema. Pero, más a menudo aún, existe otra solución mejor: ayudar a esa persona a comprender el origen del error y, con ello, reducir la posibilidad de que se repita.

 

Esto no son más que obviedades, en teoría. Pero en la práctica, ves más común que se intente “pasar el muerto a otro” –o buscar un chivo expiatorio que nos exima de la culpa–, en lugar de aprender de los errores.

 

En un entorno dinámico, justo y abierto, donde se comparten las responsabilidades y existe un genuino sentimiento de comunidad, puede ser muy eficaz trabajar en conjunto para entender los errores, desde el origen de las consecuencias. No se trata de diluir las responsabilidades, llorar la pena sobre el hombro ajeno o lamentarse por la leche derramada, sino de enriquecer los recursos de la experiencia compartida.

 

Es algo que raramente se consigue con procedimientos burocráticos o encuentros formales. Como dijo Paul Foley: “las reuniones numerosas se usan, a menudo, para compartir la culpa”. Para compartir la experiencia y aprender es grupo de los errores, hace falta cooperación auténtica y un vivaz trabajo en equipo.

 

La noción de que los errores son una fuente de aprendizaje es antigua. Se podrán citar múltiples formulaciones, pero si no se aplican de nada sirven.

 

Además, podemos lograr más resultados y mejores, que el de meramente aprender de nuestros errores.

 

No es bastante con aprender con los errores cuando estos se producen. Resulta útil poner a prueba ideas, actuaciones, métodos y soluciones para comprender qué ha causado los errores y por qué. Se trata de un concepto básico, de la experimentación técnica, la educación y la investigación científica, pero además, es un recurso valioso en toda clase de empresas y en la experiencia de la vida cotidiana. En suma, lo que resulta ciertamente estúpido no es cometer errores, sino el no comprender (o admitir) que lo hacemos y no sabemos emplearlos como fuente de mejora.

 

El concepto de riesgo calculado es tanto una noción de sentido común como un sensato criterio de gestión. Podemos hallar (o disponer a propósito, como campo experimental) una situación en la que sea posible cometer errores con consecuencias pero inquietantes; así aprendemos a evitar o a manejar los problemas inesperados o más graves. Los líderes más carismáticos suelen decir, y poner en práctica, que lo más arriesgado es no asumir ningún riesgo. En realidad, es imposible no asumir riesgos o no cometer errores. Resulta mucho más eficaz (e interesante) comprender qué riesgos estamos asumiendo y ser conscientes de nuestros errores, por mucho sonrojo que nos causen.

 

Los tontos más estúpidos (y peligrosos) son los que no se dan cuenta de que son estúpidos, lo mismo cabe decir de quienes creen que nunca cometen errores. Pero tampoco resulta nada positivo caer en el extremo contrario. Uno puede obsesionarse con el miedo a errar hasta el punto de que la angustia se transforma en una monotonía de meticulosidad y pedantería, una actitud que exagera el formalismo y causa más problemas de los que puede prevenir o resolver.

Errar es humano, pero perseverar en los errores no es diabólico, sino simplemente estúpido. No debemos tener tanto miedo a los errores o ponernos nerviosos cuando se producen. Debemos aprender a comprenderlos. La gestión inteligente de los errores es uno de los antídotos eficaces contra la estupidez. ¿Estás de acuerdo, amable lector?