22 abril, 2025
ROTATIVO DIGITAL

El perdón…

Aprovecho este espacio para abordar un tema arduo y complejo, me parece conveniente acercarme al tema, no sólo por la importancia que cobra el perdón en las condiciones de vida actuales, sino por las implicaciones terapéuticas del mismo en problemas en los que la ira, el rencor y el odio son determinantes, como por ejemplo: abuso sexual, maltrato sicológico, violencia intrafamiliar y sicopatía.

Preguntas difíciles de responder: ¿Cómo es posible que algunas personas que han sido violentadas en su fuero íntimo de la manera más brutal e ignominiosa puedan dejar a un lado el yo maltratado y saltar por encima del más profundo resentimiento (podría ser justificado) para llegar al tranquilo valle del perdón y redimir al agresor y liberarse a sí mismos? ¿Es posible alcanzar esta conversión del afecto negativo que compromete tanto al ofendido como al ofensor? ¿Existe algún proceso mental de preparación para que el perdón haga su aparición o, en realidad se trata, tal como sostienen algunos filósofos, de un acto gratuito y espontáneo? ¿Se trata de un fenómeno determinado por el amor o por la cognición? ¿Puedo perdonar con sólo proponérmelo?

Antes de explicar lo que es el perdón y cómo acceder a él, se hace importante señalar dos obstáculos que impiden muchas veces llevar a cabo el Acto de perdonar: la indiferencia y el odio intenso. Se los explico en detalle.

Cuando se dice que matamos a alguien con la indiferencia, no es tan simbólica la afirmación. El asesinato afectivo es un hecho cotidiano. Ignorar la naturaleza humana del otro es rebajar su condición moral y jurídica, es desconocerlo como un interlocutor válido y como sujeto. Si te considero prescindible, te hago a un lado, dejo constancia de mi desinterés, de mi apatía sicológica, del rechazo a tu presencia. Lo que se opone al amor no es el odio, sino la pura y simple indiferencia. Si te digo que eres un idiota, al menos te estoy reconociendo como ser humano, así la motivación sea odiarte y desestimar tus logros y virtudes, pero si te dirijo la palabra, te aplico la ley del hielo o te ubico por debajo de mis umbrales perceptivos, te excluyo del universo. Desapareces para mí y punto.

Pienso que el estilo indiferente puede tomar al menos tres formas, según cómo nos ubiquemos respecto de los demás. Aunque estas maneras de vincularse se entremezclan en la práctica, las separaré para fines de mejor entendimiento.

Un primer modo consiste en menospreciar al otro. Es la política del narcisista, del ególatra, del que se considera especial y único, y ha hecho de su ego un santuario. La gente está para servirle, para alabarlo. Tiene un valor, pero es siempre menor que el propio. El menosprecio reconoce al prójimo como un súbdito o un admirador, un mal necesario para alimentar la vanidad. Su existencia se justifica en la medida en que aumenta la autoimagen de un yo cada vez más acaparador. Aceptar la superioridad del narciso hace que este te mantenga en sus huestes, pero si muestras cualquier esbozo de democracia, te echará rápidamente porque jamás compartirá el poder. Lo que piensan y sienten las demás personas carece de importancia, si no contribuye a la supuesta grandeza.

El segundo modo profundiza y hace más agresiva la lejanía. Es el estilo del sujeto antisocial y violento, de los sociópatas, de los fríos de corazón, de los que creen que están por encima de la cadena evolutiva y pueden aplastar a los de abajo sin culpa para sobrevivir. Para ellos, el mundo les pertenece a los más fuertes, así que los débiles solamente cumplen una función alimentaria para los depredadores más grandes.

Dicho de otra forma: el otro está cosificado. Si en el modo narcisista la dinámica era el menosprecio, aquí es el desprecio: eres un objeto del que hay que aprovecharse sin miramientos. No hay moral ni ética, porque el ser humano desaparece. Y no es necesario buscar los sicópatas en algún archivo policial o judicial de asesinos en serie, ellos también andan a nuestro alrededor funcionando soterradamente; basta observar detenidamente para descubrirlos.

El tercer estilo se ubica en la indiferencia pura: ni menosprecio ni desprecio, simple y sencillamente, la no existencia ajena. Hay desvinculación total y de cuajo. No te veo ni te siento, estás en otra dimensión. Insisto: no se trata de desinterés, sino del destierro ontológico del otro. El ser se pierde, la humanidad se pulveriza. Los esquizoides y los ermitaños son expertos en hacer invisibles al prójimo. Se apertrechan en su territorio, llevan la autonomía al límite y declaran una autosuficiencia emocional radical.

Las tres formas reseñadas de ruptura interpersonal no agotan el tema. En realidad la indiferencia es un monstruo de más cabezas. Se cuela en la vida cotidiana, en los gobiernos, en la ciencia, los negocios, los deportes y en todas las relaciones humanas, no importa la edad ni la clase social. Es una epidemia silenciosa que no parece tener cura. La indiferencia es lo que se opone a la ética y especialmente al altruismo y la solidaridad (perdón incluido), clave de la convivencia saludable. Por eso, los Derechos Humanos no solamente son un problema político, también son una cuestión sicológica. Vale la pena tenerlo en cuenta: indiferencia y vida son incompatibles.