José Guadalupe Bermúdez Olivares ANALISTA
8 AGOSTO 2025.-En medio de una crisis civilizatoria caracterizada por el colapso ecológico, la profundización de las desigualdades y el agotamiento de los modelos productivos centrados en la acumulación, cobra fuerza una pregunta incómoda pero urgente: ¿para qué y para quién crece la economía? Mientras el discurso dominante insiste en el crecimiento del PIB como sinónimo de progreso, múltiples voces, desde la economía social y solidaria, la economía feminista y los movimientos por el buen vivir, proponen replantear los fines de la economía, colocándola al servicio de la vida.
Este artículo recoge algunas de esas voces, entre ellas las de Laura Colín, filósofa y promotora del pensamiento crítico descolonial, y Arcelia Buitrón, defensora de la economía del cuidado y la ética de la interdependencia. Ambas coinciden en que no se trata solo de mejorar la distribución de los frutos del crecimiento, sino de transformar radicalmente los fundamentos mismos del sistema económico, una discusión frente a analistas sociales y económicos que buscan mejorar indicadores macroeconómicos aún a costa del tejido social; este debate busca abrir caminos hacia una economía que no sacrifique la vida en nombre del mercado.
- Al crecimiento del bienestar: una crítica desde la economía social
Los economistas convencionales suelen concebir el crecimiento económico como el motor del desarrollo, para ellos, un aumento sostenido del PIB genera empleo, eleva el ingreso y crea las condiciones para mejorar los servicios públicos. Esta lógica ha predominado en América Latina durante décadas, respaldada por organismos financieros internacionales y replicada por gobiernos que aspiran a “modernizar” sus economías.
Sin embargo, como afirma Laura Colín, este paradigma parte de un presupuesto que rara vez se cuestiona: que crecer es inherentemente bueno. “¿Pero qué tipo de crecimiento estamos promoviendo?”, se pregunta. “¿Uno que depreda territorios, mercantiliza cuerpos y despoja comunidades? ¿O uno que fortalece la vida en común?”. Para Colín, el crecimiento sin límites en un planeta finito es una ilusión peligrosa. Su crítica se ancla en el pensamiento del buen vivir y en la economía para la vida, donde el objetivo no es la acumulación sino la reproducción ampliada de la vida digna.
En ese mismo sentido, Arcelia Buitrón sostiene que “la economía dominante ignora sistemáticamente las condiciones que hacen posible la vida: los cuidados, los vínculos, los ecosistemas, el tiempo no productivo”. Desde su experiencia en movimientos de mujeres rurales organizadas en cooperativas, Buitrón enfatiza que “el desarrollo no puede medirse únicamente con dinero, sino con bienestar colectivo, seguridad alimentaria, tiempo para cuidar, y relaciones comunitarias sanas”.
La economía social y solidaria, al priorizar los fines sociales sobre el lucro, se presenta como una alternativa concreta a este paradigma agotado, no niega la producción ni el intercambio, pero los subordina a valores como la cooperación, la equidad, la sostenibilidad y la democracia económica. En lugar de crecimiento sin límites, busca suficiencia y justicia social.
- El espejismo del “aguante”
En los últimos años ha ganado terreno un nuevo discurso que se presenta como innovador y “con rostro humano”: las finanzas sociales, el capitalismo inclusivo o incluso el “capitalismo social”; estas nociones, adoptadas por fundaciones empresariales, organismos multilaterales e incluso gobiernos progresistas, promueven la educación financiera, el emprendimiento individual, el ahorro voluntario, el microcrédito y la resiliencia como estrategias para enfrentar la pobreza. A primera vista, parecen planteamientos razonables: ¿quién podría oponerse al ahorro o a ser más “resiliente”?
Sin embargo este discurso funciona como un mecanismo de adaptación subjetiva al orden neoliberal, más que como una propuesta de transformación estructural. Se enseña a los pobres a administrar su escasez, a “aguantar” con dignidad, a no depender del Estado, y a vivir sin derechos garantizados, sino con “habilidades blandas” para sobrevivir en un mercado excluyente. En lugar de cuestionar las causas profundas de la desigualdad, se les invita a internalizar la idea de que la solución está en su esfuerzo individual y en su capacidad para soportar crisis recurrentes.
Nos dicen que si ahorramos, si invertimos con cuidado, si resistimos, saldremos adelante. Pero no nos preguntan por qué seguimos en condiciones que nos obligan a resistir tanto. Muchas feministas lanzan la interrogante: ¿Por qué las mujeres tienen que ser resilientes y no simplemente tener una vida digna?”. En este sentido, el elogio de la resiliencia puede volverse un instrumento perverso para naturalizar el sufrimiento, especialmente en territorios empobrecidos y feminizados, donde la pobreza estructural se traduce en sobrecarga de trabajo, violencia y abandono institucional.
El problema de fondo es que este enfoque no rompe con la lógica central del neoliberalismo: responsabiliza al individuo de su propia situación económica, minimiza el papel del Estado como garante de derechos y neutraliza la acción colectiva. Las finanzas sociales, con su envoltura de modernidad y su lenguaje de empoderamiento, terminan por despolitizar el conflicto social y reducir la lucha por la justicia a una cuestión de disciplina personal.
Frente a ello, la economía social transformadora no propone aguantar, sino organizarse, disputar sentidos, construir poder comunitario; propone que la salida no está en la autosuficiencia aislada sino en la cooperación solidaria, en el fortalecimiento de redes territoriales, en la soberanía económica y en la reapropiación de lo común. La apuesta no es que las comunidades se adapten al orden económico dominante, sino que tengan las herramientas y los vínculos para transformarlo desde sus propios valores.
Como diría una mujer cooperativista de tierra caliente en el evento de mujeres de octubre 2024, donde participa la Unión de Cooperativas de Michoacán: “Ya no queremos resistir solas, queremos vivir bien juntas”. Esa es, precisamente, la diferencia entre una economía de aguante y una economía para la vida.
- El poder colectivo de la vida
Frente al paradigma dominante que insiste en medir el progreso por la expansión del mercado y el aumento del producto interno bruto, se abre paso una comprensión distinta y profundamente ética de la economía: aquella que pone la vida, y no el capital, en el centro de su lógica, su propósito y su práctica. La economía para la vida no es un simple giro teórico, sino una necesidad histórica en tiempos de agotamiento civilizatorio.
Los enfoques del “capitalismo social” y de las finanzas con impacto, al centrarse en la resiliencia individual y el ahorro como vía de mejora, invisibilizan los conflictos estructurales que impiden a millones de personas vivir con dignidad. Bajo una apariencia inclusiva, estos discursos ofrecen estrategias de adaptación a un sistema excluyente, sin cuestionar sus causas ni abrir alternativas de transformación.
En cambio, las experiencias de la economía social y solidaria, particularmente aquellas impulsadas desde los territorios, demuestran que las comunidades no son meras receptoras de ayuda o asistencia, sino sujetos colectivos con capacidad de construir una nueva sociedad desde abajo. Allí donde las mujeres organizadas recuperan tierras, donde cooperativas autogestionan el agua, la energía o la salud, donde se protegen saberes ancestrales, semillas nativas y relaciones de reciprocidad, se gesta un horizonte distinto: más justo, más humano, más enraizado en la vida orgánica de los pueblos.
Empoderar a las comunidades no significa capacitarlas para competir mejor en el mercado, sino reconocer y fortalecer sus vínculos con la tierra, su derecho a decidir sobre sus recursos naturales, su cultura y su futuro común. Significa recuperar la soberanía sobre lo que se produce, cómo se produce, para qué y para quién. Significa también que el Estado y las políticas públicas deben dejar de ser herramientas del capital y comenzar a ser instrumentos de garantía de derechos, equidad y cuidado de lo común.
La economía para la vida es entonces más que una crítica al modelo dominante: es una propuesta radical de reconfiguración del pacto social, basada en la cooperación, la equidad de género, el respeto ecológico y la democracia real. No se trata de hacer el capitalismo más tolerable, sino de eliminarlo, de crear condiciones para que florezca otra forma de vivir: una vida buena, colectiva, justa y posible.
El desafío no es menor, requiere confrontar intereses, desmontar inercias y construir alianzas, pero también convoca lo mejor de nuestras memorias y utopías: la posibilidad de que pueblos enteros dejen de resistir en soledad y comiencen a vivir bien en común.