8 marzo, 2025
ROTATIVO DIGITAL

ARENA SUELTA. LA QUE SE AVECINA…

Dr. Tayde González Arias       Analista

A un año y tres meses del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, al que le ha denominado también como la cuarta transformación  o 4T, no se ha transformado como lo prometía, ni las brechas económicas y sociales, ni la política de caciques. Nadie espera que México se transforme en un año, por supuesto, pero al tiempo de su primer balance de gobierno, López Obrador no ha cumplido sus grandes planes de campaña. Si propone transformar México, debe estar a la altura de su promesa.

Para hacerlo, o al menos intentarlo, el propio AMLO debe cambiar: en lugar de reinterpretar a un caudillo del viejo régimen, debe ser un estadista. Y para ello debe entender que no hay “otros datos”. En vez de despreciar los hechos que lo contradicen, tiene que aceptarlos para poder mejorarlos. Partir de información incontrovertible es la noción básica de la conducción de un Estado moderno.

El presidente adeuda respuestas económicas, políticas y sociales. El desempeño económico ha sido lamentable, en parte afectado por la previsión global de recesión, pero sobre todo porque la 4T es una antología de promesas grandilocuentes. No ha habido renovación política, sino la profundización de los viejos vicios de la política mexicana —verticalismo, caudillismo, autoritarismo— y algunas importaciones nada provechosas de los populismos de moda —el mesianismo y la infalibilidad del líder, la vocación hegemónica—. El escenario social tampoco ha cambiado: el racismo no se resolverá por decreto presidencial y el mayor actor civil de estos días —el feminismo— supone un desafío que el gobierno mexicano no ha atendido con seriedad.

 

Muchos votantes de izquierda han descubierto, pocos meses después de llevarlo al gobierno, que su candidato no era el progresista social que suponían, sino un señor anticuado sin un plan, superado por las circunstancias. López Obrador ha mantenido en pie la militarización de la seguridad pública iniciada por sus antecesores, ha seguido rodeándose de la élite económica como ellos y ha asignado tantos —o más— contratos sin licitación que el PRI o el PAN. Esa semejanza con el pasado es aún más cínica ahora, pues la 4T se presentó al electorado como sangre nueva, el cambio necesario. Sin embargo, cada vez que le han señalado sus errores y derrapes, AMLO ha mostrado una intransigencia que solo la elegancia aceptaría como testadurez: el presidente de México es un amante del apotegma “la única verdad es mi realidad”.

Más que de acciones, el gobierno de AMLO ha sido de retórica. Y ha sido una

retórica dulce —amor, felicidad, bondad— para sus seguidores, y de hostigamiento para los demás: desmerece a la oposición política —fifís—, acalla las críticas —la prensa debe portarse bien— y busca anular a la sociedad civil independiente —que, dice, es una fuerza conservadora—.

El gobierno de AMLO es joven y tiene margen para cambiar de rumbo. Pero los sucesos de sus primeros meses de gobierno sugieren que no habrá golpe de mando. El presidente reacciona mal cuando lo contradicen y, con un escenario económico y social más adverso, no reaccionará mejor. Debe aceptar que su misión redentora puede estar equivocada y modificar cuanto sea necesario para mejorar el país en lugar de buscar culpables oscuros —“la mafia del poder”— para sus fracasos.

La 4T necesita un plan racional que la sostenga, pero eso no será posible mientras sus políticas dependan de la voluntad de una sola persona, así sea su creador. Esa será la primera gran transformación de su 4T y quizás solo a partir de ella se materialicen los cambios que necesita México. Las necesidades de México reclaman un trato de estadistas, no personalismos caprichosos. El gobierno de un estadista debate a opositores y críticos con argumentos, no con berrinches, y sus funcionarios tienen autonomía y protagonismo y, sobre todo, un plan y una estrategia.